Edición recopilatoria que reúne las 69 columnas de opinión que fueron publicadas, todos los viernes, en la edición impresa del Diario Jornada (Ayacucho, Perú) entre el 1 de marzo de 2024 y el 20 de junio de 2025. Fue mi primera aproximación formal a la escritura y la ilustración digital: un experimento editorial que mezcló opinión, crónica, ensayo personal, investigación, infografía narrativa y, sobre todo, el milagro de que un periódico me aceptara como columnista. ¿Aprendí a escribir y dibujar? Aprendí que los viernes llegan muy rápido y yo apenas estoy calentando la mano.

Todos somos sujetos históricos, aunque muy pocos ejercen, activamente y con plena consciencia, esta aterradora cualidad. Desde mi propio entendimiento del término, hablo pues de aquellos humanos que, dotados con una necesaria pero nunca inaccesible sensibilidad para comprender los movimientos de la sociedad, son capaces de transformar el presente que pronto será nuestro pasado. Es comprensible que al común denominador no le alcance el reloj para menudas reflexiones. Su descendencia seguro podrá concederle un perdón. Mejor guardemos el desdén para el que tiene una oportunidad pero se acobarda; y para el traidor, la guillotina. El pueblo, de acuerdo con algunas perspectivas muy ilegales para ciertos territorios, también es un sujeto histórico per se. Prohibido olvidar.
Mi etiqueta identitaria de género es: mujer. Ni siquiera lo decidí yo. Nací. Me abrieron las piernas para distinguir mi sexo. ¡Vagina! Fin de la historia. Entonces, ¿si se supone que este es el sentido natural de mi existencia, por qué debo desnaturalizarme para sobrevivir? Por ahora, solo es una pregunta al aire. Estoy disidiendo. Es junio, el mes de la duda y la incomodidad.
Ya lo había dicho, en el ayer y a su manera, David Hammons. Suscribo. A mi manera y en mis tiempos, repito. El arte huérfano de opinión y compromiso es aburrido. Nadie se salva de este señalamiento. Conviven muy a gusto en este ecosistema soporífero: artistas, benefactores, público, etc. En aquel entonces, estos componentes bióticos pecaban de ser excesivamente educados y conservadores. Se obstinaban por la crítica en lugar de la comprensión. Vivían negados a la diversión. Hoy, por el contrario, son cultores de la ligereza y la idiotez. No vengo a decidir lo que está bien y lo que está mal. No sugiero la erradicación de estas manifestaciones. No pretendo la prohibición de su consumo. Denuncio su proliferación y, para compensar el peligroso desbalance que nos acontece por su culpa, exijo más artistas posicionados. Reclamo este y todos los otros sinónimos más tímidos y discretos del «artista político». Excluyo a los productores convenencieros. Rezo por los consumidores sensatos. Celebro a los descomponedores ecuánimes.
En la clase de manualidades del colegio, nos enseñaron a fabricar una muñeca de trapo: el cuerpo con nylon y algodón, el vestido con telita al gusto. El inconveniente: Me obsesioné con las costuras simétricas. Estoy hablando pues de conquistar, con mis manos, la perfección que solo te permite la máquina. Tras varios meses de trabajo concentrado, lo logré. Tengo pruebas. Hay testigos. La consecuencia: Tiempo solo me alcanzó para confeccionar el perfecto vestidito de ninguna muñeca. Estampáronme la peor de las calificaciones por entrega de trabajo inconcluso. Me ofendí. Inocentemente, pensé que la perfección de los detalles sería tomada tan o tanto más en cuenta que la popular mediocridad absoluta. Con irresponsable insistencia, el talento solamente se ha estudiado en términos culturales. Muy pocas han sido las ganas de comprender su origen neurológico y evolutivo. Los genios del pespunte simétrico, estoy segurísima, somos todos autistas. En las artes, ya han compartido públicamente su diagnóstico: Dan Harmon (Rick & Morty), Dan Aykroyd (Ghostbusters) y Anthony Hopkins (Hannibal Lecter). En las ciencias, lo son presumiblemente: Einstein, Darwin, Newton, Turing, etc. Ya es hora de admitir que nos necesitan. Nos admiran. Nos envidian. Nos aman en secreto. Fuente: How our autistic ancestors played an important role in human evolution (The Conversation, 2017).
—Además, vas a ensuciar todo el baño con tu sangre. ¿Quién va a querer limpiar eso? —Me dijo el guardián de un baño público que no me quiso perdonar una monedita que, justo en ese momento, yo no tenía. —Tranquilícese usted, que la menstruación no es como la diarrea. Le aseguro que no se expulsa súbitamente, ni escurre por litros. No tengo flojo el intestino. No escondo esas ansias explosivas. —No. —Me respondió, más molesto pero, por supuesto, menos ignorante que antes. Entre caca y sangre, uno pensaría que vampiros seríamos todos. Maldita mi suerte. Fui yo a parar al baño más coprofílico del mundo. Aunque nunca tan maldita, pues un testigo de nuestro antiquísimo (porque en esas estamos desde siempre) debate sobre la menstruación, me regaló la tan indisculpable monedita. Al fin sentada sobre el inodoro, mientras me las arreglaba para transmudar toda mi sangre, de la manera más higiénica y aséptica que un servicio higiénico público permite, desde la pelvis hacia el basurero, fantaseé con mi venganza: decorar aquel bañito al estilo de algún Untitled rojo de Rothko, el baile de graduación de Carrie, el show de Año Nuevo de The Substance o los pasillos del Overlook Hotel de The Shining. Pero la decencia de mi tímida vagina pudo más.